México, 5 oct (EFE).- Orgullo, miedo, satisfacción y temor son parte del vocabulario de los cientos de obreros que trabajan en Torre Reforma, el rascacielos más alto de la Ciudad de México, una mastodonte de cemento imposible de realizar sin esfuerzo y sudor.

Con 246 metros de altura, la obra es ya un emblema capitalino aunque se inaugurará en 2016, además de un ejemplo del particular mundo de la construcción; un arremolinado de compañerismo y jerarquía en extenuantes jornadas llenas de riesgos.

"Mi trabajo es muy peligroso, estamos al borde del precipicio y por ello debemos tener todo el equipo de seguridad", dijo a Efe el carpintero Abel Martínez, realizador del encofrado, desde la planta 40 de este edificio de 57 niveles.

Tiene 43 años y lleva 25 en la construcción, toda una vida encima de un andamio que le vale para recordar cuánto han cambiado las cosas.

"Hace 20 años no se llevaban guantes, cascos o arnés. Caminábamos al borde del abismo. Yo no he perdido compañeros, pero he sabido de casos. Y he visto cómo algunos perdieron un ojo al caerles una viga", relató.

En Torre Reforma, las medidas de seguridad son indispensables y visibles en un recorrido. Los empleados de distintas compañías implicadas en la obra llevan un completo equipo de trabajo acorde a sus funciones.

"Somos muy exigentes con la seguridad, preferimos prevenir que lamentar. No hemos tenido ninguna baja fatal y ello es gracias a la supervisión, la experiencia y la capacitación", dijo Jorge Velázquez, jefe de seguridad de Lomcci, una de las constructoras involucradas con 160 empleados en dos turnos.

Con la vida de tanta gente bajo su responsabilidad, el operario explicó que es primordial hacer una buena selección de trabajadores descartando aquellos "negligentes", que no atienden a órdenes o rehúsan aprender.

"Les inducimos a que conozcan sus miedos y sus fortalezas. A veces algunos no saben leer ni escribir, no saben darse a entender", subrayó Velázquez, poco antes de ordenar a una cuadrilla que apartara unas piezas que quedaron en medio del camino.

Y es que con esta urbe de millones de personas literalmente bajo los pies, cualquier precaución y preparación es poca.

"A la altura siempre le tenemos un poquito de miedo, la respetamos, más que nada", expresó otro carpintero, Gustavo Escorza, quien lleva en la obra desde que arrancara en 2013.

Por aquel entonces se estaba construyendo la pared de la imponente torre, y varios trabajos se hacían desde plataformas, prácticamente colgados de la nada.

"Algunos empleados se quedaban bloqueados, y mi trabajo consistía en hablar con ellos y ayudarles a bajar antes de que la crisis fuera más fuerte", relató el encargado del servicio prehospitalario, Víctor Hugo León Tobar.

A la presión de trabajar en las alturas se les suman las largas jornadas laborales, de hasta 10 horas y con sábados incluidos.

Además, muchos de los obreros viven lejos de la obra, ubicada en el céntrico y exclusivo Paseo de la Reforma, lo que les lleva a hacer hasta dos horas de camino.

"Convivimos todo el tiempo aquí, en casa llegamos a dormir. Los fines de semana es cuando pasas tiempo en familia", comentó Escorza.

A pesar de ello, desde carpinteros a albañiles o arquitectos coinciden en destacar la hermandad que se genera.

"Se hace mucha amistad. Esto es muy bonito, aunque en ocasiones el estrés laboral nos hace discutir", aseveró Martínez.

Por ello, es imprescindible que las tareas estén coordinadas y jerarquizadas, señaló el encargado de Seguridad, bromeando al decir que, de no cumplirse estas premisas, en lugar de la Torre Reforma se armaría "la torre de Babel".

Pero ninguno de estos sacrificios, marcados en los rostros de muchos, consiguen aplacar su ánimo. El fin último, especialmente en esta obra, les impide flaquear.

"Es una gran satisfacción participar en este rascacielos, porque es el primero en muchos aspectos", dijo Escorza. "Un orgullo", secundó Martínez.

Diseñado por el arquitecto Benjamín Romano, el rascacielos no tiene columnas en su interior y cuenta con un innovador sistema antisismos formado por un conjunto de barras de acero acopladas al edificio e irregulares agujeros en la fachada que absorben los movimientos.

"En la construcción dejas una huella en algo. Al paso de los años te recuerda muchas cosas, mucha gente y muchas vivencias. La gente y los amigos se van, pero lo que hiciste se queda", resumió Velázquez mientras cientos de héroes anónimos daban por concluido su turno y bajaban por el elevador en silencio.

Un montacargas enrejado desde donde se presencia la gigante ciudad y en el que un cartel de cartón con un rótulo escrito a mano les recuerda, una vez más, los peligros de construir la historia: "Vigilen los deditos. Porfis (sic)".